miércoles, 16 de diciembre de 2015

El inédito



Sentado en una esquina del establecimiento en lo más lúgubre del salón, escuchando la música de rockola, la cual emitía como muy lejano el llanto sutil de una guitarra sangrante, una mezcla de rock y blues que inundaba aquella bulliciosa estancia impregnada de humo de cigarrillos de hierbas comunes y de otras no tan comunes e ilegales, y de múltiples voces que arrastraban el acento, sonrisas y hasta sollozos, todo aquello libado por el efecto del licor servido a mares en ese lugar donde se ahogaban las penas de todos los asistentes, en ese ritual de purificación del espíritu e intoxicación de los pobres hígado y cerebro. Él posaba, sí, el  que un día fue mozo, el que un día escribiera los más sinceros y aunque sin rimas, pero cargados de inocencia, aquellos poemas, cual tema era centro, el fin de toda maldad en este planeta donde jamás conoció más que el abandono y el dolor, y entre copas y tragos apuñalaba su dolor.
Y así pasaban las horas acompañadas de mucho licor y canciones que le recordaban en susurros al oído cosas que nunca concluyó ni conoció totalmente, como el verdadero amor.
La mesonera, joven musa, de tez clara, ojos verdes claros y puros como esmeraldas, cabellera profundamente negra y brillante, como noche escarchada por el firmamento en su más bello esplendor, de figura voluptuosa y líneas delicadas, de movimientos felinos, sin esforzarse sus faldas largas  adormecían a todo  varón presente en el salón.  Después de incontables viajes a la mesa del soñador embriagado, a servirle el veneno que lo hacía vivir un segundo más con cada sorbo, tuvo con mucha pena por la lástima que sentía por aquel cliente, que siendo muy callado, decía mucho con esa mirada húmeda y desconsolada, ella tenía que decirle que había llegado la hora de cerrar.
Ella se acercó paulatinamente viendo todo el dolor que imperaba en la mesa del solitario meditabundo.  Apretando sus labios la mesonera viéndolo a los ojos, muy enternecida le dijo:
—Caballero, ya es hora de cerrar.
El desconsolado cliente, con la mirada clavada en la mesa, como si tal fuese un oscuro abismo donde buscaba su pasado para encontrar el porqué de tanta congoja  vertida en su alma. El hombre,  madurado por los golpes de la vida, poeta inédito, jamás se había fijado en más que la mano de quien le servía el néctar del sueño que él tragaba con desesperación. En ese instante él levanta la mirada un tanto desconcertado, y al ver tan bella imagen de mujer pura y salvaje que se dirige a él, no le queda más que sonreír espontáneamente, llevar sus manos a su rostro, para restregarlas como para despertar de su letargo, tapar con su puño derecho un ligero bostezo, y responder:
—Gracias señorita, disculpe mi perdida de la noción del tiempo.
Levantándose de la mesa, un poco tambaleante se sostiene de la silla y puede constatar que ya no hay nadie más que él, la mesonera y el cantinero, que ya hasta la música de la vieja rockola se ha dormido de cansancio.  En un instante de lucidez en esa noche como miles que ha pasado en aquel antro, puede observar el luminoso rostro y la mágica mirada de aquel ángel de la noche, por esos segundos se perdió en el infinito verdusco de los ojos de esmeralda de la mesonera, y por ese leve momento conoció la luz, distinta a la oscuridad a la que se sumergía cada noche.
Sonriendo levemente y asintiendo dijo: “Gracias señorita, hasta mañana.”
—No tengo tanto dinero para su propina, pero quiero regalar algo.
Le tomó las manos a la mesonera, y junto con algunas monedas, le entregó un poema de amor perdido que recién había escrito esa noche, en la mesa donde se embriagaba.
La mesonera no hurgo lo recibido, sólo sonrió y lo guardó en su delantal diciendo:
—Muchas gracias…
Se levantó el poeta y siguió hasta la puerta de salida de aquella remota cantina. Ya afuera, en la acera de aquella oscura callejuela perdida de un barrio  de mal nombre y fama, caminaba cobijado por la suave luz de la inmensa luna llena que se tragaba los destellos de las estrellas cercanas a ella. El solitario caminante poseído por el espíritu del vino se tambaleaba de un lado al otro, su mente divagaba en cosas e imágenes que no comprendía, pero eran recurrentes en su castigado cerebro.  De un momento a otro en un parpadear lo invade un murmullo como el del mar escuchado en un caracol de playa que lo ensordece y aturde hasta perder el sentido de tiempo y espacio, cayendo en un túnel interminable y penumbroso. Con los ojos abiertos de par en par y, sin embargo, ciego, sordo, mudo e inmóvil, sigue cayendo en un espiral que lo hace pasar en medio de su inconsciencia por recuerdos de la infancia, por cosas borrosas e inconclusas en su vida terrenal.
Por fin se detiene en su caída libre a un infinito de incertidumbre. Vuelve a parpadear y muy a lo lejos, una luz, como en un horizonte escondido bajo una capa negra e inerte, la pequeña pero densa y lejana luz lo atrae en cada parpadear que asemeja a una estrella nova antes de morir, las cuales jadean agonizantes, si parece una lejana estrella.
Lucha por incorporarse, lo logra, gira su cabeza hacia a todos lados, sólo hay oscuridad, soledad, una calma pasmosa en ese entorno extraño y frío en el que se encuentra confundido. De súbito, una voz que le dice: “Ven, acércate… no titubees, ven hacia acá, ven a la luz…”  A él le parece conocida la misteriosa voz, si aunque misteriosa, tenía un timbre dulce y apacible, él sabía que de algún lugar le sonaba conocida esa melodiosa y conducente voz que le hablaba. Como una mano invisible la voz lo guiaba en la oscuridad, camina y camina mientras en el transcurso toda su vida le pasaba por su mente, como por un proyector mal embobinado, con múltiples errores en las imágenes, la voz le pregunta:
—¿Por qué estás aquí?
—No sé, responde el extraviado… estaba yo devorando el veneno que adormece mi cerebro, aquél que cura mi alma…
 —¿Por qué lo haces? —pregunta la voz, mientras él sigue avanzando hacia la luz que a cada paso se hace más intensa, y le hiere la mirada.
 —La nostalgia me lo ha servido en un cáliz de olvido que sostengo con ambas manos y desparramo en mis labios y busco lo llene de nuevo… perpetuamente hasta la fatiga de mi atormentada mente…
 —¿Sabes dónde estás? —le pregunta la voz.
 —No, dímelo tú.
 —Estás donde siempre buscaste con anhelo desesperado, estás en lo más profundo de ti mismo. ¿Qué buscas aquí?
 —No sé, sólo quería escapar de aquel miserable lugar, de aquella vida…
Mientras tanto se acerca tanto a la luz, que puede ver de entre los destellos, una silueta humanoide con los brazos extendidos y la voz saliendo de la extraña figura. La silueta femenina que se distingue de entre la luz le extiende la mano derecha, un paso más y él distingue el rostro… ¡La mesonera del antro! Sí, es ella, pero vestida de luz como de supernovas al explotar, con sus ojos cristalinos de color de perlas, su rostro bello y fresco, su cabello mecido suavemente por una brisa envolvente de quietud, le dice:
—Ven, toma mi mano.
Con la mano derecha extendida hacia el olvidado escritor inédito, y con la mano izquierda mostrándole el camino dentro de la luz.
—Ven conmigo, sígueme a tu anhelo, al lugar donde haremos nuestra propia realidad, donde yo te daré aquel beso que la vida consciente te negó, ven, toma mi mano…
Él, ve a los ojos a esa hermosa visión que le habla dulcemente, y puede ver en ellos los confines de un universo lleno de ángeles cantando la canción de amor universal, aquélla que siempre quiso plasmar en sus sinceros poemas, prosas… escritos del alma, y le contesta:
—Te seguiré, tomaré tu mano, pero promete que no me dejas a solas jamás…
 Y avanzado hacia la luz el poeta, la miró con ternura, la misma ternura con la que esa mágica mesonera lo veía a él, y tomándola de la cintura con un brazo y el otro la delicada nuca de aquella bella visión, él reposó su cansada sien en el hombro de la musa de luz, derramó lágrimas, pero no de dolor y angustia, aquéllas no eran amargas, sino dulces como el sueño que estaba viviendo.  Ella le secó aquellas lágrimas y le preguntó:
—¿Por qué lloras?
Él sonreía, feliz y meneando su cabeza en señal de no saber la respuesta a aquella simple pregunta, contestó:
—No sé, ellas, las lágrimas, nunca me han obedecido, siempre han surgido por las ventanas a hurtadillas, aunque sonría como en este momento…
Ella le tomó la cabeza y se la acariciaba tiernamente, y aquella melodía de los cielos iluminados persistió y quedaron ellos dentro de la luz… aquella oscuridad se disipó como desaparece al abrir los parpados al amanecer.
Al terminar de limpiar y arreglar aquel apestoso salón de la cantina de mala muerte, la mesonera, cansada, sale a la callejuela acompañada del viejo cantinero. Al caminar por la acera oscura unos pasos, tropiezan con un bulto, el bulto, es un cuerpo, ambos se sorprenden, la mesonera se queda inmóvil y fría, el cantinero le dice calmando a la mesonera:
—Es un borracho, no te preocupes, revisaré quien es, debe ser uno de los clientes de la cantina.
Al constatar quien es mueve la cabeza muy apesadumbrado, lo palpa en el pecho y puede notar que el corazón no palpita, se acerca al rostro y ve los ojos abiertos de par en par, pone el oído en la nariz, es igual… no respira. Sin embargo, hay una leve sonrisa en los labios del rostro pálido y sin vida.
Y dice el desconsolado cantinero:
—Es el cliente callado, que dicen que es poeta.
Lo registra en su chaqueta, para buscar alguna identificación, y lo que encuentra son sólo papeles, poemas, prosas, escritos del  alma, de aquel inédito poeta. 
Los toma y sin verla a los ojos se los da a la mesonera que llora muy triste, por la partida de aquél, que unos momentos antes había sido muy amable y gentil antes de salir de la cantina.
Y apretando en su pecho los papeles llenos de angustiosas letras, se juró a sí misma publicar aquellos escritos para que todos conocieran a aquel atormentado e inédito poeta…

PEDRO OBANDO

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