A veces un giro inesperado nos puede cambiar la
vida. A veces puede dar un vuelco de ciento ochenta grados. ¡No sé! Simplemente
sucede. No avisa, no advierte. Solo pasa, y nadie podemos hacer nada para
remediarlo.
El coche negro corrió como una bala por toda la Gran
Vía. No respetó el corte peatonal del ayuntamiento. La gente, que no estuvo
prevenida, murió arrollada. Otros resultaron heridos por las caídas y los
empujones. En tan solo dos minutos, la alegría se había convertido en tragedia.
Centenares de fallecidos y heridos se amontonaron en lo largo de la carretera.
Niños llorando, charcos de sangre, sábanas enterrando muertos, ambulancias
corriendo… Todo era un cuadro trágico, similar al Guernika de Picasso.
Los policías seguían al coche negro. No le iban a
dejar escapar. Tenía que pagar las consecuencias de semejante crimen. El coche
se detuvo. Los furgones policiales se frenaron, lo rodearon y esperaron a que
el conductor saliera. Nadie salió. Parecía vacío.
“Tal vez no quiera salir”, pensó el agente Astrid.
Se acercó lentamente mientras levantaba la pistola
con la otra mano. Cuando iba a abrir la puerta del coche, combustionó de
repente. Astrid dio un salto y afortunadamente no se quemó.
Todos miraban asustados. El coche cometió la mayor
atrocidad que jamás había visto Madrid y prendió repentinamente.
—¡Llamen a los bomberos! —gritó.
El fuego creció tanto, que se convirtió en un
gigante ígneo. De las llamas que deshacían el metal del coche salió una mujer
con la piel completamente carbonizada. Corría agresiva hacia los policías.
Estaba envuelta en ascuas. Era un ser infernal.
Los policías no le dieron tiempo. Sacaron sus armas
y la abatieron a tiros. La mujer cayó muerta al suelo.
Las llamas seguían consumiendo su carne. La piel se
volvía negra y, luego, roja. Su cabello desaparecía y su cuerpo cada vez se
asemejaba a un cadáver en descomposición.
ÓSCAR ALONSO TENORIO