Marcy
salía de su casa cada mañana a enfrentarse al gélido clima de las 5:30 A.M.
Para llegar a su trabajo debía tomar un tren cuyo trayecto duraba una hora y
media, haciendo varias paradas en las cuales bajaba y subía gente a quienes
ella no deseaba mirar a los ojos. Cada forma, cada silueta y sus respectivas
conversaciones que casi siempre estaban acompañadas de risas y en ocasiones
carcajadas, sólo mellaban aún más en la profunda desolación que sentía cada día
dentro de sí.
Esperar
le hacía daño, los paisajes que atisbaba por su ventana le dolían también,
caminar las 4 cuadras desde la estación hasta su trabajo le hería
verdaderamente. No sabía cuánto más podría soportar esa constante sensación de
aislamiento emocional, de desapego con el resto del mundo y ansias de no
despertar nunca más.
¿Cuánto
había pasado? ¿Acaso alguien contaba los días? Pese a olvidar constantemente el
día en que se encontraba
(siempre se “perdía” en medio de la semana), no podía nunca borrar de su mente
el instante en que recibió aquella llamada, aquel momento en que un destello de
emoción mutó en severa desesperación, terror y profunda rabia. No era usual
recibir llamadas por la noche luego de volver del trabajo, pero cuando ello
ocurría, la emoción de saberse requerida por alguien siempre levantaba su ánimo
y le producía una sonrisa. Pero aquella vez, el repiqueteo de las campanillas
no vaticinó nada trágico, y respondió con alegría para al instante recibir la
descripción de los acontecimientos.
¿Quién
podría estar preparado para ello? Si el escuchar una voz familiar le era
siempre cálido y reconfortante, en esa ocasión deseó hondamente nunca haber
alzado el bendito auricular.
Recordar
le hería verdaderamente, sentir la distancia entre ella y aquellos que también
se lamentaban más allá de las fronteras, le causaba un agudo dolor. Y a veces
pensaba que se hacía más difícil tolerarlo.
Esperar,
contemplar las manecillas del reloj, alejar todas las voces alrededor y aislar
únicamente el tic-tac que palpitaba desde su muñeca. Sentir hambre sin deseos
de comer y la incipiente sed que no quería calmar, se unían al imperturbable
letargo en que se sumía ante su ordenador.
Responder correos y enviar memorándums,
etiquetar fechas y confirmar asistencias, desviar la mirada si sentía que
alguien parecía acercarse para hablar: era esta la rutina diaria que practicaba
sin interrupción. No deseaba dedicar tiempo para volver a oír las repetitivas
consolaciones que le tenían harta, simplemente ya no lo aguantaba más, deseaba
no volver nunca al trabajo, o partir hacia el Sur: retornar a esos calurosos
días donde brillaban los rostros que sí ansiaba ver, las risas que en sus
memorias siempre oía.
Tarde
de viernes: la sala bullía con frenesí ante el tan esperado fin de semana,
todos charlaban con algarabía en la planificación del cumpleaños. ¿De quién era
esta vez? Realmente no le importaba, sólo esperaba salir y caminar a la
estación para tomar su tren y volver a… ¿casa? Ahora más que nunca extrañaba
sentirse en hogar, hundirse en el sofá ante la TV mientras todos peleaban por
cambiar de canal y los alegres ladridos vitoreaban la escena. Sí, eso era lo
que más quería, aquello que había dejado atrás en busca de superación y
“mejores días”.
16:55
y ya estaba cerrando cada programa tras guardar cada cambio, siempre era la
primera en salir sin mirar atrás. Y sabía que ellos murmuraban indudablemente.
16:58,
guardar los lentes para tomar las gafas oscuras, prefería siempre ocultar su
decaída mirada a los transeúntes. Además, el destello vespertino lastimaba sus
ojos.
17:00,
libre por fin: todo apagado y el bolso ya colgaba de su hombro. Levantarse de
la silla era su acto final hasta la siguiente tediosa semana, ya ganaría
fuerzas alguna vez para encarar el giro de su vida.
Caminando
hacia la puerta pronunció el ligero “See
you on Monday” que estaba dirigido a todo aquel que podía oírle, y que era
la única interacción que ella podía dirigir a sus colegas sin sentirse
obligada.
Dirigirse
al elevador, pulsar el botón que indicaba “Lobby” (al menos nadie vino corriendo
y exclamando “Hold the Door”!), y
cerrar sus oídos a la música navideña que sonaba dentro.
Al
salir del edificio giró a la derecha y logró ver que dos compañeros se dirigían
hacia la puerta llevando una enorme torta mientras canturreaban una tonta
cancioncilla.
No,
definitivamente era algo que no quería (y no podría) enfrentar. Así que cruzó a
la acera de enfrente y se dirigió hacia la estación por un camino que no había
tomado antes, un poco más largo, pero menos transitado afortunadamente.
Era
tan diferente ese otro lado de la calle, quizás nunca se había dado cuenta,
pero incluso los escaparates de las tiendas mostraban aspectos diferentes,
colores poco atrayentes y maniquíes sin la más mínima gracia. Tal vez otra
gente no reparaba en ello, pero ella siempre se fijaba en la estética de cada
fachada, sus interiores y la gente que de ahí se podía ver. No era un sector
bonito a su parecer, sería mejor apurar el paso antes que retroceder y bordear
todo el camino otra vez.
Al
salir de la cuadra pasó junto a un vertedero de desperdicios en donde los
gigantes contendores sostenían basura de todo tipo, pero en especial residuos
textiles y cachivaches de oficinas. Alejó su mirada de ello, pero un ligero
sonido le hizo voltear al acto: era un suave quejido, como un llanto muy quedo
y a la vez agudo.
Esperó
un instante y lo oyó nuevamente: sí, era un sonido lastimero, casi inaudible,
pero con seguridad una llamada de auxilio desde el fondo del vertedero.
Ingresó
lentamente con algo de temor y esperó nuevamente, ahí estaba otra vez: ¡Era un
débil aullido viniendo desde la basura! Corrió hasta el punto de origen y vio
varias cajas acumuladas en un rincón, el aullido venía desde ahí. Palpó
levemente las primeras cajas y notó que el sonido se intensificaba, entonces
levantó una a una hasta notar aquella que se movía y la abrió desesperadamente.
Entonces descubrió a quien aullaba lastimeramente dentro de un cajón: era una
pequeña, temblorosa y muy peluda criatura que alguna vez fue de color blanco,
pero que el polvo y suciedad de la calle la habían tornado algo gris.
¿Cómo
era posible? ¿Quién la había dejado aquí? ¿Qué clase de persona arroja así a un
cachorro desprotegido? Lo tomó en sus brazos y salió del corredor sintiendo que
el temblor se contagiaba a sus miembros también. No sabía al instante qué haría
con aquella criatura, pero definitivamente no la dejaría ahí.
Al
volver a la calle la sentó en el piso para contemplarla detenidamente, entonces
dos turistas se detuvieron para mirarla también. Sonriendo de manera repentina,
uno de ellos exclamó: “Regarde, il est
tout petit!”[1] e inevitablemente un hermoso recuerdo acudió a su cabeza: Tendría quizás 8 años
cuando se encontró llorando a causa de una leve lesión de juego, leve pero
suficiente como para iniciar un llanto. Entonces mamá se había acercado para
aliviar su dolor y, como era usual, cantarle una dulce melodía que siempre le
hacía sonreír. No importaba cuán grande fuera la herida, el canto de mamá
siempre lo curaba todo, era casi mágico e infalible. Y cuando el dolor había
pasado, y su rostro ya mostraba verdadera felicidad, mamá le acariciaba las mejillas
diciendo: “Mi Petit”.
Su
primer recuerdo de aquella frase fue a los 8 años, y siempre le llenaba de
dicha volver a oír “Mi Petit”.
Dirigió
su mirada a la indefensa criatura y acarició sus sucias orejas diciéndole “Mon Petit, ahora eres Mon Petit”. Dos
agudos ladridos respondieron en aprobación y ella sintió que la amaba
verdaderamente. La apretó contra su pecho y por primera vez en meses, derramó
lágrimas de felicidad, de sentir amor junto a sus latidos y el profundo deseo
de corresponder a ese afecto. ¡Por muy pequeño que sea el origen de ello!
Inició
su caminar despacio mientras susurraba a los oídos de su protegida, sin fijarse
en las miradas alrededor. Era éste un tipo de felicidad que no sentía en años,
y supo entonces que el sentimiento era auténtico.
Se
retiró las gafas para que su Petit le
mirara a los ojos y le habló delicadamente, mientras el viento vespertino
agitaba sus cabellos y levantaba hojas de arce en remolinos. El frío ya
anunciaba bajas temperaturas, pero el sol no dejaba de brillar poderosamente.
Entonces,
con firme decisión y una nueva y extraña alegría, se dirigió a casa, en
dirección al destellante poniente.
DEMIAN
LOBO
[1] “¡Mira, qué pequeño/a!”
(N. del A.)