Sentado en una esquina del establecimiento en lo
más lúgubre del salón, escuchando la música de rockola, la cual emitía como muy
lejano el llanto sutil de una guitarra sangrante, una mezcla de rock y blues
que inundaba aquella bulliciosa estancia impregnada de humo de cigarrillos de
hierbas comunes y de otras no tan comunes e ilegales, y de múltiples voces que arrastraban
el acento, sonrisas y hasta sollozos, todo aquello libado por el efecto del
licor servido a mares en ese lugar donde se ahogaban las penas de todos los
asistentes, en ese ritual de purificación del espíritu e intoxicación de los
pobres hígado y cerebro. Él posaba, sí, el que un día fue mozo, el que un
día escribiera los más sinceros y aunque sin rimas, pero cargados de inocencia,
aquellos poemas, cual tema era centro, el fin de toda maldad en este planeta
donde jamás conoció más que el abandono y el dolor, y entre copas y tragos
apuñalaba su dolor.
Y así pasaban las horas acompañadas de mucho
licor y canciones que le recordaban en susurros al oído cosas que nunca
concluyó ni conoció totalmente, como el verdadero amor.
La mesonera, joven musa, de tez clara, ojos
verdes claros y puros como esmeraldas, cabellera profundamente negra y
brillante, como noche escarchada por el firmamento en su más bello esplendor,
de figura voluptuosa y líneas delicadas, de movimientos felinos, sin esforzarse
sus faldas largas adormecían a todo varón presente en el
salón. Después de incontables viajes a la mesa del soñador embriagado, a
servirle el veneno que lo hacía vivir un segundo más con cada sorbo, tuvo con
mucha pena por la lástima que sentía por aquel cliente, que siendo muy callado,
decía mucho con esa mirada húmeda y desconsolada, ella tenía que decirle que
había llegado la hora de cerrar.
Ella se acercó paulatinamente viendo todo el
dolor que imperaba en la mesa del solitario meditabundo. Apretando sus
labios la mesonera viéndolo a los ojos, muy enternecida le dijo:
—Caballero, ya es hora de cerrar.
El desconsolado cliente, con la mirada clavada en
la mesa, como si tal fuese un oscuro abismo donde buscaba su pasado para
encontrar el porqué de tanta congoja vertida en su alma. El hombre,
madurado por los golpes de la vida, poeta inédito, jamás se había fijado en más
que la mano de quien le servía el néctar del sueño que él tragaba con desesperación.
En ese instante él levanta la mirada un tanto desconcertado, y al ver tan bella
imagen de mujer pura y salvaje que se dirige a él, no le queda más que sonreír
espontáneamente, llevar sus manos a su rostro, para restregarlas como para
despertar de su letargo, tapar con su puño derecho un ligero bostezo, y
responder:
—Gracias señorita, disculpe mi perdida de la
noción del tiempo.
Levantándose de la mesa, un poco tambaleante se
sostiene de la silla y puede constatar que ya no hay nadie más que él, la
mesonera y el cantinero, que ya hasta la música de la vieja rockola se ha
dormido de cansancio. En un instante de lucidez en esa noche como miles
que ha pasado en aquel antro, puede observar el luminoso rostro y la mágica
mirada de aquel ángel de la noche, por esos segundos se perdió en el infinito
verdusco de los ojos de esmeralda de la mesonera, y por ese leve momento
conoció la luz, distinta a la oscuridad a la que se sumergía cada noche.
Sonriendo levemente y asintiendo dijo: “Gracias
señorita, hasta mañana.”
—No tengo tanto dinero para su propina, pero
quiero regalar algo.
Le tomó las manos a la mesonera, y junto con
algunas monedas, le entregó un poema de amor perdido que recién había escrito
esa noche, en la mesa donde se embriagaba.
La mesonera no hurgo lo recibido, sólo sonrió y
lo guardó en su delantal diciendo:
—Muchas gracias…
Se levantó el poeta y siguió hasta la puerta de
salida de aquella remota cantina. Ya afuera, en la acera de aquella oscura
callejuela perdida de un barrio de mal
nombre y fama, caminaba cobijado por la suave luz de la inmensa luna llena que
se tragaba los destellos de las estrellas cercanas a ella. El solitario
caminante poseído por el espíritu del vino se tambaleaba de un lado al otro, su
mente divagaba en cosas e imágenes que no comprendía, pero eran recurrentes en
su castigado cerebro. De un momento a otro en un parpadear lo invade un
murmullo como el del mar escuchado en un caracol de playa que lo ensordece y
aturde hasta perder el sentido de tiempo y espacio, cayendo en un túnel
interminable y penumbroso. Con los ojos abiertos de par en par y, sin embargo,
ciego, sordo, mudo e inmóvil, sigue cayendo en un espiral que lo hace pasar en
medio de su inconsciencia por recuerdos de la infancia, por cosas borrosas e
inconclusas en su vida terrenal.
Por fin se detiene en su caída libre a un
infinito de incertidumbre. Vuelve a parpadear y muy a lo lejos, una luz,
como en un horizonte escondido bajo una capa negra e inerte, la pequeña pero
densa y lejana luz lo atrae en cada parpadear que asemeja a una estrella nova
antes de morir, las cuales jadean agonizantes, si parece una lejana estrella.
Lucha por incorporarse, lo logra, gira su cabeza
hacia a todos lados, sólo hay oscuridad, soledad, una calma pasmosa en ese
entorno extraño y frío en el que se encuentra confundido. De súbito, una voz
que le dice: “Ven, acércate… no titubees, ven hacia acá, ven a la luz…” A
él le parece conocida la misteriosa voz, si aunque misteriosa, tenía un timbre
dulce y apacible, él sabía que de algún lugar le sonaba conocida esa melodiosa
y conducente voz que le hablaba. Como una mano invisible la voz lo guiaba en la
oscuridad, camina y camina mientras en el transcurso toda su vida le pasaba por
su mente, como por un proyector mal embobinado, con múltiples errores en las
imágenes, la voz le pregunta:
—¿Por qué estás aquí?
—No sé, responde el extraviado… estaba yo
devorando el veneno que adormece mi cerebro, aquél que cura mi alma…
—¿Por qué lo haces? —pregunta la voz,
mientras él sigue avanzando hacia la luz que a cada paso se hace más intensa, y
le hiere la mirada.
—La nostalgia me lo ha servido en un cáliz
de olvido que sostengo con ambas manos y desparramo en mis labios y busco lo
llene de nuevo… perpetuamente hasta la fatiga de mi atormentada mente…
—¿Sabes dónde estás? —le pregunta la voz.
—No, dímelo tú.
—Estás donde siempre buscaste con anhelo
desesperado, estás en lo más profundo de ti mismo. ¿Qué buscas aquí?
—No sé, sólo quería escapar de aquel
miserable lugar, de aquella vida…
Mientras tanto se acerca tanto a la luz, que
puede ver de entre los destellos, una silueta humanoide con los brazos
extendidos y la voz saliendo de la extraña figura. La silueta femenina que se
distingue de entre la luz le extiende la mano derecha, un paso más y él
distingue el rostro… ¡La mesonera del antro! Sí, es ella, pero vestida de luz
como de supernovas al explotar, con sus ojos cristalinos de color de perlas, su
rostro bello y fresco, su cabello mecido suavemente por una brisa envolvente de
quietud, le dice:
—Ven, toma mi mano.
Con la mano derecha extendida hacia el olvidado
escritor inédito, y con la mano izquierda mostrándole el camino dentro de la
luz.
—Ven conmigo, sígueme a tu anhelo, al lugar donde
haremos nuestra propia realidad, donde yo te daré aquel beso que la vida consciente
te negó, ven, toma mi mano…
Él, ve a los ojos a esa hermosa visión que le
habla dulcemente, y puede ver en ellos los confines de un universo lleno de
ángeles cantando la canción de amor universal, aquélla que siempre quiso
plasmar en sus sinceros poemas, prosas… escritos del alma, y le contesta:
—Te seguiré, tomaré tu mano, pero promete que no
me dejas a solas jamás…
Y avanzado hacia la luz el poeta, la miró
con ternura, la misma ternura con la que esa mágica mesonera lo veía a él, y
tomándola de la cintura con un brazo y el otro la delicada nuca de aquella
bella visión, él reposó su cansada sien en el hombro de la musa de luz, derramó
lágrimas, pero no de dolor y angustia, aquéllas no eran amargas, sino dulces
como el sueño que estaba viviendo. Ella le secó aquellas lágrimas y le
preguntó:
—¿Por qué lloras?
Él sonreía, feliz y meneando su cabeza en señal
de no saber la respuesta a aquella simple pregunta, contestó:
—No sé, ellas, las lágrimas, nunca me han
obedecido, siempre han surgido por las ventanas a hurtadillas, aunque sonría
como en este momento…
Ella le tomó la cabeza y se la acariciaba
tiernamente, y aquella melodía de los cielos iluminados persistió y quedaron
ellos dentro de la luz… aquella oscuridad se disipó como desaparece al abrir
los parpados al amanecer.
Al terminar de limpiar y arreglar aquel apestoso
salón de la cantina de mala muerte, la mesonera, cansada, sale a la callejuela
acompañada del viejo cantinero. Al caminar por la acera oscura unos pasos,
tropiezan con un bulto, el bulto, es un cuerpo, ambos se sorprenden, la
mesonera se queda inmóvil y fría, el cantinero le dice calmando a la mesonera:
—Es un borracho, no te preocupes, revisaré quien
es, debe ser uno de los clientes de la cantina.
Al constatar quien es mueve la cabeza muy
apesadumbrado, lo palpa en el pecho y puede notar que el corazón no palpita, se
acerca al rostro y ve los ojos abiertos de par en par, pone el oído en la
nariz, es igual… no respira. Sin embargo, hay una leve sonrisa en los labios
del rostro pálido y sin vida.
Y dice el desconsolado cantinero:
—Es el cliente callado, que dicen que es poeta.
Lo registra en su chaqueta, para buscar alguna
identificación, y lo que encuentra son sólo papeles, poemas, prosas, escritos
del alma, de aquel inédito poeta.
Los toma y sin verla a los ojos se los da a la
mesonera que llora muy triste, por la partida de aquél, que unos momentos antes
había sido muy amable y gentil antes de salir de la cantina.
Y apretando en su pecho los papeles llenos de angustiosas
letras, se juró a sí misma publicar aquellos escritos para que todos conocieran
a aquel atormentado e inédito poeta…
PEDRO OBANDO