Dalia cogió mi mano,
me miró a los ojos de una manera que por primera vez trascendía la discreta
amistad que nos había unido durante el breve medio año transcurrido desde que
nos conocimos. Tras una leve sonrisa de la mitad derecha de su boca, arrancó
impulsando una brisa que sacudió al unísono sus bucles cobrizos y las pálidas
cortinas del restaurante, llevándome tras ella hasta por un pasillo que se
alejaba del bullicio… una situación en la que mi melancólico ser no se
imaginaba encontrarse apenas un par de minutos antes, antes de verla llegar
acercándose a mí y sentir iluminarse su rostro al verme, y sólo pude dejarme
arrastrar por tan delicado acompañamiento.
Pero las piezas no
encajaban en el rompecabezas. Su nombre dominaba mis pensamientos desde hacía
varios días, pues el último día de clase de diciembre su nombre estaba en el
papel que desplegué, dándome a mí la oportunidad de entregarle algo como regalo
del amigo invisible. Además llevaba varios meses sintiendo cosas por ella
prácticamente desde que la conocí y, aunque mis deseos a veces me llevaban a
pensar que ella sentía lo mismo por mí, con indudables gestos, siempre
conseguía encontrar alguna excusa para convencerme a mí mismo de que las señales
me las inventaba yo mismo… y sin embargo ahí estábamos: la persona que no
contaba con encontrar sus deseos, junto a su mayor deseo encarnado, atravesando
juntos la puerta hacia la intimidad, que delimita el espacio entre nosotros y
el resto del mundo… algo importante
habría de confesarme ella en ese espacio, que era el único al que no llegaban
los ruidos, alborotos y estruendos de las conversaciones y los brindis de salud
y bienvenida al nuevo año que llegaba; y los aún más sonoros desprecios para
con el año que se iba.
Dado que ella venía
desde el mismo pasillo por el que ella me dirigía, contaba con que el sitio al
otro lado de la puerta, que descubrí entonces mismo que era el lavabo femenino,
estuviera vacío… Barajaba que alguien podría haberse escurrido a su atención,
pero con lo que no contaba era con que allí dentro no estuviera el sitio
despejado, sino que estuvieran esperándonos dos compañeras suyas… ¿qué demonios
hacía yo allí? ¿En qué clase de juego había entrado? ¿Era acaso alguna broma pesada?
Mis pulsiones victimistas querían deslizarme hacia ese pensamiento, reforzando
la idea de que nunca sería debidamente amado… pero una de sus amigas exclamó:
—¡Por fin has
aparecido! Llevábamos un buen rato esperándote.
Tenía la extraña
sensación de ser una pieza clave, pero aún no alcanzaba a comprender cómo
encajaba yo en ese rompecabezas. Entonces Dalia, tan serena como siempre, me
dirigió una mirada cómplice y abrió sus labios para darme la explicación que me
esclarecería mi rol.
Juraría que vi
moverse sus labios mientras el mundo se detenía, sin atender a los vocablos que
expulsaba su voz, pero entonces entré en mí al romperse el hechizo que su
perpetuo encanto esparcía sobre mí. Su encanto perduraba, pero el hechizo no.
—Necesito que me des
tu consejo para el regalo que le vamos a hacer a John… porque tú eres como él.
Seguro que conoces mejor lo que le gusta.
John era un gran
amigo suyo, Dalia lo conocía mejor que cualquier otra compañera o compañero de
clase, tanto que fue ella la causante de que todos hubieran apartado los
prejuicios sobre los homosexuales y apartar a John bajo el marco que por
primera vez se situaba en nuestro escenario estudiantil. Pero de alguna manera,
lo despedazador de la situación era que se mostraba convencida de la premisa de
que yo también era gay, lo cual echaba por tierra las expectativas que había
elucubrado mientras recorría junto a ella el pasillo que nos había llevado
juntos hasta allí.
Lo cierto es que
tenía razón para pensarlo, tras romper mi última relación había dejado insinuar
que no volvería a enamorarme de ninguna mujer y que la melancolía en que estaba
sumergido había imposibilitado cualquier tipo de atracción por las mujeres. Mi
inconsciente buscaba evitar la posibilidad de un nuevo rechazo, que fuera tan
humillante como el de Sofía. Aunque ella tenía sus motivos, pues lo cierto es
que no la quería, sólo acepté tener algo con ella porque pensaba que me
quedaría solo y sin ser amado, mientras toda la gente que conocía estructurase
el futuro de su vida. Debió ser duro para ella. Pero para mí significaba que no
sólo no sería amado, sino que no podía estar ni siquiera con la persona con la
que había de conformarme. Y tras aquel apocalipsis romántico decidí yo mismo
infundir la idea de que no quería volver a conocer a otra mujer, cuando lo que
quería era no volver a ser rechazado. Pero allí estaba, acorralado por Dalia y
sus amigas, con un regalo apartado en una esquina: el envoltorio no impedía
evidenciar que se trataba de una maceta, con alguna planta o flor bastante grande,
que sería seguramente el regalo que barajaba darle a John. Resultaba llamativo
que yo había consultado flores especiales, similares a la Dama de la Noche, que
tras un año cerradas se abren para morir en cuestión de horas. Lo había
barajado como regalo para ella y probablemente había llegado a sus oídos que
buscaba hacerle tan excesivo regalo. Tal vez ella quería darme ese regalo
devolviéndome la atención que le prestaba a su regalo. Pero también era cierto
que el cumpleaños de John era en un par de días. Tal vez me engañaban mi
intuición y la silueta de una flor no era la forma que aquel regalo tenía, sino
lo que a mí me gustaría que fuera.
Un segundo antes
creía que me encontraba ante la culminación de un deseo tan inmenso que había
dado por imposible, pero entonces ese deseo se hizo añicos.
—Estás equivocada
Miranda. Yo no soy como él. Yo no soy como nadie.
Su rostro quedó
intrigado y sorprendido… debió haber signos de una emoción que no llegué a
percibir en su enigmático rostro que era capaz de mirar atentamente mientras el
mundo seguía girando, como si sus pensamientos llevasen su propio ritmo
independiente a la rotación de la Tierra. No comprendía entonces por qué quedó
ella intrigada, más tarde lo comprendería. Pero entonces solo pensé en huir de tan
estridente escenario, con un ligero movimiento aparté a Miranda de mi camino y
me fui dejando la puerta nuevamente cerrada, para que no me viera corriendo… la
puerta siguió cerrada y yo seguí el camino más laberíntico posible, esquivando
copas, evitando camareros y atravesando incluso la zona de mayores, donde
habían familiares que me reconocían horrorizados e interrumpían el conteo las
uvas depositadas en sus copas para repudiar, como siempre habían hecho, mi
actitud. Pero esta vez tenían razón, pues empujaba a la gente que obstaculizaba
mi camino hacia la salida. Quería despegarme ese traje en el que estaba metido
y tras arrojar la chaqueta, respiré al quitarme la corbata que estrangulaba el
vínculo entre mi corazón y mis pensamientos. Seguí corriendo hasta lo alto de
la colina y desde allí, sentado en la hierba, aparté la humedad que en mis ojos
me impedía contemplar nítidamente las explosiones de las flores de fuegos
artificiales, que con seguridad explosionaban al unísono junto a las doce
últimas campanadas del año, que desde mi lugar no llegaba a oírse, debido
también al estruendo de las ruidosas flores.
Calmados los fuegos,
pasado el arrebato, me dejé llevar por la energía centrípeta colina abajo,
llegando a atisbar el ámbar y el rojo de las luces, mientras cesaba el canto de
las sirenas. Tardé varios minutos en llegar de nuevo al lugar. Lo suficiente
para extrañarme advirtiendo haberme perdido una grave tragedia, que no
alcanzaría a imaginar cuánto me incumbía.
Las amigas de Dalia
lloraban desconsoladas, mientras la hermana de una de ellas, la única persona
que parecía percatarse de mi presencia allí, se acercó para comentarme en voz
baja:
—Están en shock, no
podrán contarte lo que ha pasado.
Tras lo cual puso su
mano sobre mi hombro y me alejó de la tienda de urgencias. Al parecer el regalo
que guardaban en el lavabo era un obsequio para mí. Dalia la había conseguido
para regalármela, a pesar de que sus amigas le habían insistido en descartar
rumores. El obsequio habría consistido en haber estado juntos en el jardín
exterior para ver cómo la flor, ya crecida, se habría esa misma noche
exactamente en el momento en que comenzaba el nuevo año. Pero al irme yo
corriendo de allí, tras reconocerle sus amigas su razón, Dalia había salido
corriendo intentando seguir mis pasos. Tropezó tras cruzar la salida y justo
mientras la aguja del reloj daba su último paso, resonaba el eco del último
cuarto televisivo y el primer fuego artificial salía disparado hacia el cielo,
la firme y rígida flor se incrustaba en su pecho y al sonar las campanadas, se
abrieron las flores de fuego en el cielo, mientras el regalo desplegaba sus
inclementes pétalos y filosas espigas, destrozando su corazón. ¡Cuán despiadado
destino! ¡Cuán triste flor!
Mientras asimilaba
que el temor a ser querido es lo que se interpone y aleja al amor, solo pensaba
en que jamás podría borrar ese trágico recuerdo de mi memoria y que desde
entonces ningún año nuevo sería feliz. Mientras, todavía estaría apagándose la
vida de la flor y llevándose con ella la de la mujer que más deseé y que nunca
conseguí llegar a amar.
LUIS N. SANGUINET