Nunca había
aprendido a ignorar mis emociones, a apagar ese interruptor que te deslumbra en
las sombras, que te deja desnuda frente al espejo del tiempo, que convierte tu
naturaleza en un salto al vacío. No recuerdo cuando empecé a darle vueltas a la
noria de la vida. No hay una fecha exacta para situar los golpes de la
realidad. Los años se habían filtrado por los resquicios de mi existencia sin
pedir permiso, como un vulgar ladrón que, día tras día, va dejando sus huellas
en la conciencia sorda de la edad. Nací con el pecado de las almas injustas.
Una belleza efímera ante los ojos de Dios que me puso por techo un cielo
redondo y por suelo un mundo cuadrado que no perdona a las niñas que esconden
su sonrisa para escapar de las fotografías en blanco y negro, a las
adolescentes que escribieron poemas de amor para demostrarse que su vida no iba
a ser un versículo en blanco con los renglones torcidos; ni a las mujeres
adultas que dejaron de escribir garabatos en las paredes para no conspirar
contra los designios del destino. Y pese a esa desolación interior, un día
cualquiera decidí luchar contra mi papel de matrona estéril que me había
otorgado el azar y salí de burbuja de cristal para intentar conectar con otros
seres humanos que mi mente no hubiera conseguido imaginar en mis sueños. Todo
comenzó como un juego aquella mañana del mes de agosto. Los momentos de ocio,
de horas contadas frente al reloj, se habían convertido en una gran amenaza
para mi salud mental. Una espiral donde me preguntaba en qué esquina se habían
quedado enganchados mis sueños, en qué rincón se perdieron las historias que
nunca viví, donde arribaron los besos que nadie me regaló, las caricias que me
negaron los cuerpos sin rostro, las ilusiones que se quedaron flotando en el
aire como el presagio de una novela que jamás se escribió. ¿Dónde? Ya había
renunciado a esa parte de mí en la que nunca ocurre nada, cuando me senté
frente al ordenador y mis dedos se deslizaron caprichosos por sus teclas.
Decida a conocer otros mundos, me adentré por los laberintos de las redes
virtuales. El anonimato me protegía de las miserias de mis inseguridades, de
ese moho que se había envejecido en mis venas. Y de repente, fermenté en ríos
de savia nueva, desbocando todos mis deseos que habían estado comprimidos en un
archivo zip. Indudablemente no tuve en cuenta que las posibilidades ridículas
engrandecen los errores y conspiran contra nosotros mismos. Eso lo supe
después, cuando las moléculas de mentiras que fui esparciendo en la red se
convirtieron en una nube tóxica que fui ignorando porque aquella mañana de
agosto le otorgué un voto de confianza a mi otro yo. Enseguida me esforcé en
conseguir seguidores. Una maestra de primaria posee suficientes recursos como
para escribir historias, subir fotos y no caer en la desolación. Mas no lo
conseguí. Moría un poco cada vez que encendía aquel ordenador e intentaba
iluminar mis ilusiones. Nada. Aparecían solicitudes de empresas, gente anónima
que reclamaba un “Me gusta” para sus links y una ristra de juegos y
aplicaciones que nunca llegué a entender. Yo me esforzaba y corría veloz en un
carril a oscuras, como un viejo coche que se lanza a su última carrera antes de
perderse en la chatarra. Ni siquiera las mujeres de mi edad me aceptaron como miembro
de aquellas culturas urbanas. Reconozco que envidiaba aquellas imágenes, la
complicidad de sus historias, los mensajes de ida y vuelta con un código que no
llegaba a descifrar. Escuchaba sus risas sin oídos, sus miradas con mis ojos
ajenos en una pantalla que agrandaba su cotidianidad y las exponía a un
escenario anárquico, un mundo sin ecuador, sin ejes donde equilibrar el bien
del mal. A punto de darme por vencida, se me ocurrió una idea: Días atrás había
visto una película en la que un hombre suplantaba la identidad de otro. Hilé
una tela de araña, la estrategia subversiva de un combatiente antes de la
última batalla. Confieso que fue una emoción tan violenta, tan visceral que
arrojé todos esos pensamientos adheridos a mi conciencia como el alquitrán y
respiré. Respiré un aire limpio que iluminó aquel instinto que ni yo misma
desconocía. Y todo empezó a rodar, como las cosas que fluyen por su propia
inercia: Me abrí una cuenta nueva, busqué la imagen de una chica sensual,
cosificada con grandes dosis de erotismo y me bauticé con el nombre de Lady
Shell. La erotómana Lady: Una cronista del mundo, narradora de cuentos
inventados, una superviviente de los cambios del destino, una diva del amor en
todos sus pliegues. Aquella Lady con sus tacones de aguja, con sus labios
seductores, con su carmín de Chanel y aquel escote de vértigo, me devolvió un
sueño imposible, la de mujer que siempre quise atrapar entre mis manos y que se
me escapaba entre los oasis de la inseguridad. Lady Shell entró en mi vida, en
mi casa, en mi otro yo y se apoderó de él como una arpía sin escrúpulos. A
partir de entonces, caí en el caos del desorden, una marioneta con vida propia.
Y me convertí en una diosa sin palacio, en la reina de aquella tribu sin orden
ni concierto que reavivaron a la mujer que quedó mutilada en las arenas del
tiempo. Comencé a vivir dos mundos paralelos que conferían en un punto
antagónico: Yo misma. Y los días, que antes habían sido anodinos, planos en mi
memoria, cobraron sentido. Mis éxitos se multiplicaban en el taxímetro de mis
ilusiones cada vez que aquel bip se encendía en mi bolsillo. Y levitaba cuando
observaba como el número de seguidores crecían, como los mensajes se agolpaban,
como la ecuación de los ceros giraba inversa en el axioma de mi mutilada inconsciencia.
No me importaba. El diálogo interior con mi otro yo aniquilaba los ecos de mis
reproches, esa culpa que dormitaba latente. Pasados dos meses, decidí dar un
paso más. Me quité mi disfraz de Lady Shell y descendí al mundo de los mortales
para enfrentarse a mis propios miedos, los de Soledad González, a la que nunca
le ocurrían cosas interesantes hasta que una figura de cuento de hadas se
adueñó de su vida. Se llamaba Gonzalo Castro. Desde irrumpió en mi red, mi
mundo de luces y sombras, se había desbocado con las ilusiones de los
desesperados, con la tenue chispa de las esperanzas ciegas: Me había enviado
mensajes privados, cientos, me había lisonjeado, amado con las palabras
pequeñas de un contrato que yo no leí. Fui incapaz de resistirme a aquel
abanico de requiebros que me taparon los ojos y me dejaron sin fuerzas para
saltar los obstáculos y sin alas para volar por encima de ellos. Gonzalo Castro
se enfundaba en el cuerpo de una mujer de mi edad, elegante, atractiva que me
miró desdeñosa. Aquella frase que me sentenció a una cruel humillación, se
tatuó en mi piel como una astilla encendida: - “Aquí nadie es lo que parece”.
Se marchó sin dedicarme un minuto. No hubo turno de respuestas porque me quede
aislada, sola, sin querer comprender porque una lesbiana se llamaba Gonzalo o
una maestra de escuela, insignificante ante las miradas ajenas se había
bautizado como Lady Shell. El pétreo rostro de Bécquer, se burlaba de mí, como
todos, cuando la mujer que acariciaba el sol y tocaba con sus dedos las
estrellas, descendió de la pasarela y soportó bajo un viejo paraguas la
tormenta de las burlas descarnadas. Y las luces de neón se apagaron y me vestí
con mi traje de diario. Me rompí en mil cristales y los trozos rotos de aquel
espejo en que me miraba sin verme, se esparcieron por mi organismo unipersonal
hasta aniquilarme. Ya no formaban parte de ese todo, que alargaba mis noches en
días y mis días en noches. Intenté buscar préstamos para justificar mi vida en
la inmanencia de mi Lady Shell. No lo conseguí. Yo era Soledad González, una
mala actriz, una mujer vulgar que un día quiso cambiar sus prisiones interiores
por la gloria de un cielo azul. Un año después, cuando había acumulado un
millón de miserias, un pitido abrió un nimio rayo de esperanza en Lady Shell,
mi otro yo. Alargué la mano…
MARÍA DE ROMERO