El tranvía se detuvo. Nadie entendió el motivo. Los
demás pasajeros estaban desconcertados. Parecía que los maquinistas hubieron
abandonado los vehículos. El corazón me latía fuerte. La garganta se me encogió
y exhalaba muy poco aire. Por la espalda me recorría un hormigueo
escalofriante, como el aliento de un lobo soplándome al cuello.
—¡Qué paren los trenes! ¡Esto es Flandes! —exclamó
uno de los vigilantes del tranvía.
Tragué saliva. La sangre que recorría por mis venas
se empezó a volver gélida. Los flamencos ya habían iniciado esa batalla. Giré
la cabeza y vi que todos tenían mi misma expresión de terror.
El agente de seguridad empezó a desalojarnos. Le
obedecimos sin rechistar y salimos. El frío del invierno empezó a penetrarme en
los huesos. Mis dientes castañeaban inconscientemente.
—¿A dónde vamos? —preguntó una anciana desorientada.
Nadie le respondió. Estábamos conmocionados.
—¡Bajen por aquí y vayan hacia la salida! —gritó un
policía flamenco.
Bajamos las escaleras y abandonamos la estación.
Fuera había una flota de autobuses que nos devolvían a Bruselas. Estaban
llenos y apenas cabía un alfiler.
Otro de los policías me subió a un autobús y me
sentó en uno de los asientos del fondo. Mis ojos vibraban. Estaba inmerso en un
mar de confusiones.
El autobús arrancó y me llevó de vuelta a Bruselas.
Mi corazón se llenó de dolor cuando vi a los policías levantando una valla en
la frontera con Flandes. Los carteles de salida estaban escritos en flamenco.
Resoplé. Estaba hundido. Flandes había declarado la independencia.
ÓSCAR ALONSO TENORIO
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