Emile
solía contemplar el cielo desde su ventana. No importaba el color que éste presentara,
ella sabía que aquel firmamento infinito sería un día, el refugio absoluto a su
desesperación.
Ruido
urbano, caos humano, todo aquel agobiante martirio llegaba a invadir el sagrado
espacio de su elevada guarida, como un depredador que escala acechante hacia un
nido de quietud.
¿Cuándo
la ciudad se había convertido en una maldita entidad acosadora? ¿Cómo aquellos
fantasmas y demonios lograban subir hasta su único escondite y alterar la
comunión con su soledad? Aquella: su aliada fiel que siempre le tendía una
mano, o le dedicaba un susurro de aliento en la confortable oscuridad.
No
eran muchos los momentos en que la confesión con sí misma se mantenía inquebrantable,
pero sí muchas las emociones que emanaban de su incipiente llanto, y que, al
fin y al cabo, se convertían en su única y reconfortante compañía. Aunque
podían llegar a ser un auténtico tormento que lentamente la volvían loca… ¿O
más consciente quizás?
Emilie
deseaba sentir, sentir aquello que siempre le era negado, aquel gesto de auténtica
comprensión que por más que había esperado, nunca llegaba a su lado.
¿Cuánto
más debía esperar? ¿Cuánto más ocultar la razón de su inevitable desvarío?
Un día
Emilie supo que su calma pronto llegaría, al dejar atrás el dulce suplicio al
cual se entregaba cada día.
Caminó
lentamente con su mirada fija hacia firmamento nocturno, y abrió su ventana
para finalmente entregarse al gélido abrazo de la infinidad...
DEMIAN
LOBO
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