martes, 28 de abril de 2020

Marcy quien estaba harta de todo


 
Marcy salía de su casa cada mañana a enfrentarse al gélido clima de las 5:30 A.M. Para llegar a su trabajo debía tomar un tren cuyo trayecto duraba una hora y media, haciendo varias paradas en las cuales bajaba y subía gente a quienes ella no deseaba mirar a los ojos. Cada forma, cada silueta y sus respectivas conversaciones que casi siempre estaban acompañadas de risas y en ocasiones carcajadas, sólo mellaban aún más en la profunda desolación que sentía cada día dentro de sí.
Esperar le hacía daño, los paisajes que atisbaba por su ventana le dolían también, caminar las 4 cuadras desde la estación hasta su trabajo le hería verdaderamente. No sabía cuánto más podría soportar esa constante sensación de aislamiento emocional, de desapego con el resto del mundo y ansias de no despertar nunca más.
¿Cuánto había pasado? ¿Acaso alguien contaba los días? Pese a olvidar constantemente el día en que se encontraba (siempre se “perdía” en medio de la semana), no podía nunca borrar de su mente el instante en que recibió aquella llamada, aquel momento en que un destello de emoción mutó en severa desesperación, terror y profunda rabia. No era usual recibir llamadas por la noche luego de volver del trabajo, pero cuando ello ocurría, la emoción de saberse requerida por alguien siempre levantaba su ánimo y le producía una sonrisa. Pero aquella vez, el repiqueteo de las campanillas no vaticinó nada trágico, y respondió con alegría para al instante recibir la descripción de los acontecimientos.
¿Quién podría estar preparado para ello? Si el escuchar una voz familiar le era siempre cálido y reconfortante, en esa ocasión deseó hondamente nunca haber alzado el bendito auricular.
Recordar le hería verdaderamente, sentir la distancia entre ella y aquellos que también se lamentaban más allá de las fronteras, le causaba un agudo dolor. Y a veces pensaba que se hacía más difícil tolerarlo.
Esperar, contemplar las manecillas del reloj, alejar todas las voces alrededor y aislar únicamente el tic-tac que palpitaba desde su muñeca. Sentir hambre sin deseos de comer y la incipiente sed que no quería calmar, se unían al imperturbable letargo en que se sumía ante su ordenador.
 Responder correos y enviar memorándums, etiquetar fechas y confirmar asistencias, desviar la mirada si sentía que alguien parecía acercarse para hablar: era esta la rutina diaria que practicaba sin interrupción. No deseaba dedicar tiempo para volver a oír las repetitivas consolaciones que le tenían harta, simplemente ya no lo aguantaba más, deseaba no volver nunca al trabajo, o partir hacia el Sur: retornar a esos calurosos días donde brillaban los rostros que sí ansiaba ver, las risas que en sus memorias siempre oía.
Tarde de viernes: la sala bullía con frenesí ante el tan esperado fin de semana, todos charlaban con algarabía en la planificación del cumpleaños. ¿De quién era esta vez? Realmente no le importaba, sólo esperaba salir y caminar a la estación para tomar su tren y volver a… ¿casa? Ahora más que nunca extrañaba sentirse en hogar, hundirse en el sofá ante la TV mientras todos peleaban por cambiar de canal y los alegres ladridos vitoreaban la escena. Sí, eso era lo que más quería, aquello que había dejado atrás en busca de superación y “mejores días”.
16:55 y ya estaba cerrando cada programa tras guardar cada cambio, siempre era la primera en salir sin mirar atrás. Y sabía que ellos murmuraban indudablemente.
16:58, guardar los lentes para tomar las gafas oscuras, prefería siempre ocultar su decaída mirada a los transeúntes. Además, el destello vespertino lastimaba sus ojos.
17:00, libre por fin: todo apagado y el bolso ya colgaba de su hombro. Levantarse de la silla era su acto final hasta la siguiente tediosa semana, ya ganaría fuerzas alguna vez para encarar el giro de su vida.
Caminando hacia la puerta pronunció el ligero “See you on Monday” que estaba dirigido a todo aquel que podía oírle, y que era la única interacción que ella podía dirigir a sus colegas sin sentirse obligada.
Dirigirse al elevador, pulsar el botón que indicaba “Lobby” (al menos nadie vino corriendo y exclamando “Hold the Door”!), y cerrar sus oídos a la música navideña que sonaba dentro.
Al salir del edificio giró a la derecha y logró ver que dos compañeros se dirigían hacia la puerta llevando una enorme torta mientras canturreaban una tonta cancioncilla.
No, definitivamente era algo que no quería (y no podría) enfrentar. Así que cruzó a la acera de enfrente y se dirigió hacia la estación por un camino que no había tomado antes, un poco más largo, pero menos transitado afortunadamente.
Era tan diferente ese otro lado de la calle, quizás nunca se había dado cuenta, pero incluso los escaparates de las tiendas mostraban aspectos diferentes, colores poco atrayentes y maniquíes sin la más mínima gracia. Tal vez otra gente no reparaba en ello, pero ella siempre se fijaba en la estética de cada fachada, sus interiores y la gente que de ahí se podía ver. No era un sector bonito a su parecer, sería mejor apurar el paso antes que retroceder y bordear todo el camino otra vez.
Al salir de la cuadra pasó junto a un vertedero de desperdicios en donde los gigantes contendores sostenían basura de todo tipo, pero en especial residuos textiles y cachivaches de oficinas. Alejó su mirada de ello, pero un ligero sonido le hizo voltear al acto: era un suave quejido, como un llanto muy quedo y a la vez agudo.
Esperó un instante y lo oyó nuevamente: sí, era un sonido lastimero, casi inaudible, pero con seguridad una llamada de auxilio desde el fondo del vertedero.
Ingresó lentamente con algo de temor y esperó nuevamente, ahí estaba otra vez: ¡Era un débil aullido viniendo desde la basura! Corrió hasta el punto de origen y vio varias cajas acumuladas en un rincón, el aullido venía desde ahí. Palpó levemente las primeras cajas y notó que el sonido se intensificaba, entonces levantó una a una hasta notar aquella que se movía y la abrió desesperadamente. Entonces descubrió a quien aullaba lastimeramente dentro de un cajón: era una pequeña, temblorosa y muy peluda criatura que alguna vez fue de color blanco, pero que el polvo y suciedad de la calle la habían tornado algo gris.
¿Cómo era posible? ¿Quién la había dejado aquí? ¿Qué clase de persona arroja así a un cachorro desprotegido? Lo tomó en sus brazos y salió del corredor sintiendo que el temblor se contagiaba a sus miembros también. No sabía al instante qué haría con aquella criatura, pero definitivamente no la dejaría ahí.
Al volver a la calle la sentó en el piso para contemplarla detenidamente, entonces dos turistas se detuvieron para mirarla también. Sonriendo de manera repentina, uno de ellos exclamó: “Regarde, il est tout petit!”[1] e inevitablemente un hermoso recuerdo acudió a su cabeza: Tendría quizás 8 años cuando se encontró llorando a causa de una leve lesión de juego, leve pero suficiente como para iniciar un llanto. Entonces mamá se había acercado para aliviar su dolor y, como era usual, cantarle una dulce melodía que siempre le hacía sonreír. No importaba cuán grande fuera la herida, el canto de mamá siempre lo curaba todo, era casi mágico e infalible. Y cuando el dolor había pasado, y su rostro ya mostraba verdadera felicidad, mamá le acariciaba las mejillas diciendo: “Mi Petit”.
Su primer recuerdo de aquella frase fue a los 8 años, y siempre le llenaba de dicha volver a oír “Mi Petit”.
Dirigió su mirada a la indefensa criatura y acarició sus sucias orejas diciéndole “Mon Petit, ahora eres Mon Petit”. Dos agudos ladridos respondieron en aprobación y ella sintió que la amaba verdaderamente. La apretó contra su pecho y por primera vez en meses, derramó lágrimas de felicidad, de sentir amor junto a sus latidos y el profundo deseo de corresponder a ese afecto. ¡Por muy pequeño que sea el origen de ello!
Inició su caminar despacio mientras susurraba a los oídos de su protegida, sin fijarse en las miradas alrededor. Era éste un tipo de felicidad que no sentía en años, y supo entonces que el sentimiento era auténtico.
Se retiró las gafas para que su Petit le mirara a los ojos y le habló delicadamente, mientras el viento vespertino agitaba sus cabellos y levantaba hojas de arce en remolinos. El frío ya anunciaba bajas temperaturas, pero el sol no dejaba de brillar poderosamente.
Entonces, con firme decisión y una nueva y extraña alegría, se dirigió a casa, en dirección al destellante poniente.

DEMIAN LOBO






[1] “¡Mira, qué pequeño/a!” (N. del A.)


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