miércoles, 16 de septiembre de 2015

La flor más triste y dolorosa



Dalia cogió mi mano, me miró a los ojos de una manera que por primera vez trascendía la discreta amistad que nos había unido durante el breve medio año transcurrido desde que nos conocimos. Tras una leve sonrisa de la mitad derecha de su boca, arrancó impulsando una brisa que sacudió al unísono sus bucles cobrizos y las pálidas cortinas del restaurante, llevándome tras ella hasta por un pasillo que se alejaba del bullicio… una situación en la que mi melancólico ser no se imaginaba encontrarse apenas un par de minutos antes, antes de verla llegar acercándose a mí y sentir iluminarse su rostro al verme, y sólo pude dejarme arrastrar por tan delicado acompañamiento.
Pero las piezas no encajaban en el rompecabezas. Su nombre dominaba mis pensamientos desde hacía varios días, pues el último día de clase de diciembre su nombre estaba en el papel que desplegué, dándome a mí la oportunidad de entregarle algo como regalo del amigo invisible. Además llevaba varios meses sintiendo cosas por ella prácticamente desde que la conocí y, aunque mis deseos a veces me llevaban a pensar que ella sentía lo mismo por mí, con indudables gestos, siempre conseguía encontrar alguna excusa para convencerme a mí mismo de que las señales me las inventaba yo mismo… y sin embargo ahí estábamos: la persona que no contaba con encontrar sus deseos, junto a su mayor deseo encarnado, atravesando juntos la puerta hacia la intimidad, que delimita el espacio entre nosotros y el resto del mundo…  algo importante habría de confesarme ella en ese espacio, que era el único al que no llegaban los ruidos, alborotos y estruendos de las conversaciones y los brindis de salud y bienvenida al nuevo año que llegaba; y los aún más sonoros desprecios para con el año que se iba.
Dado que ella venía desde el mismo pasillo por el que ella me dirigía, contaba con que el sitio al otro lado de la puerta, que descubrí entonces mismo que era el lavabo femenino, estuviera vacío… Barajaba que alguien podría haberse escurrido a su atención, pero con lo que no contaba era con que allí dentro no estuviera el sitio despejado, sino que estuvieran esperándonos dos compañeras suyas… ¿qué demonios hacía yo allí? ¿En qué clase de juego había entrado? ¿Era acaso alguna broma pesada? Mis pulsiones victimistas querían deslizarme hacia ese pensamiento, reforzando la idea de que nunca sería debidamente amado… pero una de sus amigas exclamó:
—¡Por fin has aparecido! Llevábamos un buen rato esperándote.
Tenía la extraña sensación de ser una pieza clave, pero aún no alcanzaba a comprender cómo encajaba yo en ese rompecabezas. Entonces Dalia, tan serena como siempre, me dirigió una mirada cómplice y abrió sus labios para darme la explicación que me esclarecería mi rol.
Juraría que vi moverse sus labios mientras el mundo se detenía, sin atender a los vocablos que expulsaba su voz, pero entonces entré en mí al romperse el hechizo que su perpetuo encanto esparcía sobre mí. Su encanto perduraba, pero el hechizo no.
—Necesito que me des tu consejo para el regalo que le vamos a hacer a John… porque tú eres como él. Seguro que conoces mejor lo que le gusta.
John era un gran amigo suyo, Dalia lo conocía mejor que cualquier otra compañera o compañero de clase, tanto que fue ella la causante de que todos hubieran apartado los prejuicios sobre los homosexuales y apartar a John bajo el marco que por primera vez se situaba en nuestro escenario estudiantil. Pero de alguna manera, lo despedazador de la situación era que se mostraba convencida de la premisa de que yo también era gay, lo cual echaba por tierra las expectativas que había elucubrado mientras recorría junto a ella el pasillo que nos había llevado juntos hasta allí.
Lo cierto es que tenía razón para pensarlo, tras romper mi última relación había dejado insinuar que no volvería a enamorarme de ninguna mujer y que la melancolía en que estaba sumergido había imposibilitado cualquier tipo de atracción por las mujeres. Mi inconsciente buscaba evitar la posibilidad de un nuevo rechazo, que fuera tan humillante como el de Sofía. Aunque ella tenía sus motivos, pues lo cierto es que no la quería, sólo acepté tener algo con ella porque pensaba que me quedaría solo y sin ser amado, mientras toda la gente que conocía estructurase el futuro de su vida. Debió ser duro para ella. Pero para mí significaba que no sólo no sería amado, sino que no podía estar ni siquiera con la persona con la que había de conformarme. Y tras aquel apocalipsis romántico decidí yo mismo infundir la idea de que no quería volver a conocer a otra mujer, cuando lo que quería era no volver a ser rechazado. Pero allí estaba, acorralado por Dalia y sus amigas, con un regalo apartado en una esquina: el envoltorio no impedía evidenciar que se trataba de una maceta, con alguna planta o flor bastante grande, que sería seguramente el regalo que barajaba darle a John. Resultaba llamativo que yo había consultado flores especiales, similares a la Dama de la Noche, que tras un año cerradas se abren para morir en cuestión de horas. Lo había barajado como regalo para ella y probablemente había llegado a sus oídos que buscaba hacerle tan excesivo regalo. Tal vez ella quería darme ese regalo devolviéndome la atención que le prestaba a su regalo. Pero también era cierto que el cumpleaños de John era en un par de días. Tal vez me engañaban mi intuición y la silueta de una flor no era la forma que aquel regalo tenía, sino lo que a mí me gustaría que fuera.
Un segundo antes creía que me encontraba ante la culminación de un deseo tan inmenso que había dado por imposible, pero entonces ese deseo se hizo añicos.
—Estás equivocada Miranda. Yo no soy como él. Yo no soy como nadie.
Su rostro quedó intrigado y sorprendido… debió haber signos de una emoción que no llegué a percibir en su enigmático rostro que era capaz de mirar atentamente mientras el mundo seguía girando, como si sus pensamientos llevasen su propio ritmo independiente a la rotación de la Tierra. No comprendía entonces por qué quedó ella intrigada, más tarde lo comprendería. Pero entonces solo pensé en huir de tan estridente escenario, con un ligero movimiento aparté a Miranda de mi camino y me fui dejando la puerta nuevamente cerrada, para que no me viera corriendo… la puerta siguió cerrada y yo seguí el camino más laberíntico posible, esquivando copas, evitando camareros y atravesando incluso la zona de mayores, donde habían familiares que me reconocían horrorizados e interrumpían el conteo las uvas depositadas en sus copas para repudiar, como siempre habían hecho, mi actitud. Pero esta vez tenían razón, pues empujaba a la gente que obstaculizaba mi camino hacia la salida. Quería despegarme ese traje en el que estaba metido y tras arrojar la chaqueta, respiré al quitarme la corbata que estrangulaba el vínculo entre mi corazón y mis pensamientos. Seguí corriendo hasta lo alto de la colina y desde allí, sentado en la hierba, aparté la humedad que en mis ojos me impedía contemplar nítidamente las explosiones de las flores de fuegos artificiales, que con seguridad explosionaban al unísono junto a las doce últimas campanadas del año, que desde mi lugar no llegaba a oírse, debido también al estruendo de las ruidosas flores.
Calmados los fuegos, pasado el arrebato, me dejé llevar por la energía centrípeta colina abajo, llegando a atisbar el ámbar y el rojo de las luces, mientras cesaba el canto de las sirenas. Tardé varios minutos en llegar de nuevo al lugar. Lo suficiente para extrañarme advirtiendo haberme perdido una grave tragedia, que no alcanzaría a imaginar cuánto me incumbía.
Las amigas de Dalia lloraban desconsoladas, mientras la hermana de una de ellas, la única persona que parecía percatarse de mi presencia allí, se acercó para comentarme en voz baja:
—Están en shock, no podrán contarte lo que ha pasado.
Tras lo cual puso su mano sobre mi hombro y me alejó de la tienda de urgencias. Al parecer el regalo que guardaban en el lavabo era un obsequio para mí. Dalia la había conseguido para regalármela, a pesar de que sus amigas le habían insistido en descartar rumores. El obsequio habría consistido en haber estado juntos en el jardín exterior para ver cómo la flor, ya crecida, se habría esa misma noche exactamente en el momento en que comenzaba el nuevo año. Pero al irme yo corriendo de allí, tras reconocerle sus amigas su razón, Dalia había salido corriendo intentando seguir mis pasos. Tropezó tras cruzar la salida y justo mientras la aguja del reloj daba su último paso, resonaba el eco del último cuarto televisivo y el primer fuego artificial salía disparado hacia el cielo, la firme y rígida flor se incrustaba en su pecho y al sonar las campanadas, se abrieron las flores de fuego en el cielo, mientras el regalo desplegaba sus inclementes pétalos y filosas espigas, destrozando su corazón. ¡Cuán despiadado destino! ¡Cuán triste flor!
Mientras asimilaba que el temor a ser querido es lo que se interpone y aleja al amor, solo pensaba en que jamás podría borrar ese trágico recuerdo de mi memoria y que desde entonces ningún año nuevo sería feliz. Mientras, todavía estaría apagándose la vida de la flor y llevándose con ella la de la mujer que más deseé y que nunca conseguí llegar a amar.

LUIS N. SANGUINET

3 comentarios:

  1. Melancólico relato de Luis N. Sanguinet. Enhorabuena.

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  2. Trágica forma de comenzar el año. Un sentido y buen relato

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    1. El amor es un sentimiento tan intenso que cuando se pierde a la persona amada queda una huella imposible de borrar en el corazón.
      Gracias por tu comentario. Un saludo literario.

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