Mi exterior se endurece para proteger un corazón a medio latir, un corazón manchado por mentiras, engaños y dolorosas pérdidas. El tiempo hace su injusto juego de desgaste en un músculo pequeño y miedoso.
Las mentiras no son tan malas, el peso de
tener una venda en los ojos hace difícil ver el camino correcto, entorpece los
pasos hacia ese lugar soñado que se nos agrega a la memoria en el momento que
una chispa dentro de nuestro ser se enciende, como una alarma diciéndonos que
queremos algo. Las mentiras nos protegen de futuras mentiras, pero dejan un
rasguño que escuece con cada movimiento involuntario de nuestra entrega.
Lo que deja un surco irreparable son las
pérdidas. El no tener lo que una vez tuvimos, el no ver lo que una vez era la
panorámica de nuestros días, la caricia que ninguna brisa puede equiparar.
Perder, morir de a poco en pedacitos de recuerdos en una memoria amenazada con
su propia desaparición.
El amor perdido. Ningún beso, ninguna
caricia, ningún sonido, ninguna risa puede reemplazar la de un ser querido. Un
verdadero ser querido, ese que dejó encallecer sus manos por ti, quien no comió
para saciar tu hambre, quien te quitaba las lágrimas de tu rostro con el alma y
no con las manos. Esas sonrisas, esos besos, ese cariño irremplazable de una
familia que significó tu hogar. Esas son las pérdidas que no dejan cicatrizar a
un magullado corazón, esas son las pérdidas que lo convirtieron en un músculo
frágil.
Una verdadera preciosidad de relato. Tan realista como triste porque las mentiras, que no son buenas, en ocasiones son igual que una venda que evita que sangren las heridas del corazón. La pérdida del amor es del todo irreparable.
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