Año de la obra: 1613
Es uno de
esos relatos que merecen ser leídos y que jamás cansan al lector, pues mantiene
vivo el interés continuamente por su amena y aguda composición. Es el retrato
de un amor que no entiende de fronteras, que sobrevive pese a todas las
dificultades de tipo religioso que amenazan con sofocar la llama de la pasión
de Isabela y Ricaredo, que supera envidias maliciosas, así como traiciones
deshonestas e impera sobre la hermosura y la fealdad que no son otra cosa, al
fin y al cabo, que la envoltura caprichosa y tornadiza que encierra igualmente
tanto a la esencia más placentera como a la fragancia más repugnante.
Juega
bien Cervantes con los personajes y los entresijos de una historia por otro
lado muy versátil y que da mucho de sí. Podía haber sido un relato de mucha
mayor extensión si el autor se lo hubiera propuesto. Materia había, desde
luego, suficiente. El desenlace pudo perfectamente ser también cualquier otro
siendo verosímil de igual manera hasta prácticamente la conclusión del libro.
Sin embargo, para una novela así debía ser, lógicamente, el más feliz.
En el año
1596, en el saqueo que los ingleses llevaron a cabo en Cádiz, Clotaldo, un
capitán de un navío inglés, se llevó consigo a Londres a una niña española.
Isabela, que así se llamaba, creció junto a él, su esposa Catalina y el hijo de
éstos, Ricaredo. Ella profesaba en secreto la religión católica en un país que
no lo es y mantenía la lengua española de la misma forma que aprendía la
inglesa. Cuando Isabela se convirtió en una bella jovencita dicha hermosura,
así como sus conocimientos, su gracia y su donaire acabaron por enamorar a un
Ricaredo al que le tenían destinado una rica doncella escocesa por esposa.
Enfermo de amor, Ricaredo confiesa sus sentimientos a Isabela quien le acepta
y, tras decírselo a sus padres, el consentimiento de éstos le restaurará la
salud. Cuando todo estaba ya preparado para la boda entre ambos la reina los
mandó ir a palacio para que obtuviesen la licencia necesaria para casarse y que
habían obviado hasta entonces por temor a que la reina supiese de la fe
católica de toda la familia y el pasado de Isabela. No obstante, esto último,
unido a la belleza y porte de la joven, le agradó aunque dictó retrasar la boda
hasta que Ricaredo hiciera méritos para merecerla por sí mismo, para lo cual
mandó embarcarle en un navío corsario que debía capitanear mientras ella misma
cuidaría de su amada en palacio hasta que regresase. Debatiéndose entre la fe
que le impedía matar a individuos de su misma creencia y el corazón que le
obligaba a llevar a cabo lo que fuera por Isabela, se encontró con dos galeras
turquescas a las cuales abordó y venció, obteniendo así un importante botín al
tiempo que obligaba liberar a los prisioneros cristianos que en ellas había.
Dos de ellos solicitaron, en cambio, viajar a Inglaterra con él para buscar
allí a la hija que años atrás les fue arrebatada. Eran los padres de Isabela
como bien intuyó Ricaredo, quien los acogió. A ellos se les descubrió la
verdadera identidad de ésta en palacio, ante la reina, que concedió el permiso
matrimonial. Ya por entonces comenzó a aflorar la envidia alrededor de los dos
enamorados al igual que los celos. En los días previos al enlace, el hijo de la
camarera mayor de la reina, a cuyo cargo se hallaba Isabela, el conde Arnesto,
confesó a su madre el amor que sentía por ésta rogándola que intercediese ante
la reina para recibir a Isabela por esposa o de lo contrario sería capaz de
hacer cualquier disparate. Ante la negativa de la reina, el conde Arnesto salió
enfurecido a matar a Ricaredo, mas fue prendido cuando ya se iba a enfrentar
con él. Quiso la camarera enviar a Isabela a España para ver si así podía
quitársela del pensamiento a su hijo y ante la negativa real decidió
envenenarla. A punto estuvo de lograrlo, pero lo que sí consiguió fue hacerle
perder su belleza. La camarera fue encerrada y el conde desterrado. Ricaredo
confirmó su amor a aquella criatura de apariencia fea, pero de alma tan singularmente
virtuosa ante la reina y ésta, no sin tristeza, se la concedió saliendo juntos
de palacio a casa de Clotaldo. Éste y su esposa Catalina, a escondidas de su
hijo, tramaron nuevamente el matrimonio de Ricaredo con la doncella escocesa al
estimar que Isabela no recuperaría la hermosura original, que más tarde
recobraría, y que un nuevo amor haría olvidar al otro y devolverle la alegría.
Al ser conocedor de todo esto, Ricaredo le dijo a Isabela que se fuese a España
con sus verdaderos padres, como ya habían acordado con Clotaldo, y que allí le
esperase un par de años a lo sumo para casarse, pues de sobrepasar dicho plazo
sólo querría decir que habría muerto. Así lo hizo Isabela, pero el tiempo
pasaba lentamente para ella cuando un día recibió una carta de Catalina en la
que le comunicaba que su amado había muerto. Ante esta noticia decidió ingresar
en un convento y hacerse monja. Sin embargo, Ricaredo, que salió de Inglaterra
diciendo que iba a ver al Sumo Pontífice, a su paso por Francia, fue atacado a
traición por el conde Arnesto, allí exiliado. Pensando su criado que le había
matado, ya que casi lo consigue, y luego de ser cautivado por los turcos y
rescatado por la Santísima Trinidad, apareció Ricaredo ante Isabela cuando ésta
iba a ingresar en el convento y se declaró nuevamente a ella, quien le aceptó,
y consumaron finalmente su deseado matrimonio.
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